Hasta 300 millones de voltios podrían haber pasado por el cuerpo de María Apaza aquella tarde de 1943, lo suficiente para encender una bombilla de cien vatios durante todo un año. El rayo cayó sobre la joven de 16 años mientras pastaba a sus animales en las alturas de Paucartambo (Cusco). Debía haber muerto ese día María, pero estaba destinada a ser una altomisayoc (máxima sacerdotisa de la nación Q’ero) y sobrevivir al doloroso beso del rayo era solo una señal de ese sino.
De hecho, pocos días después de que recibió la fuerte descarga, un pampamisayoc (sacerdote sanador de los Q’eros) lo pudo leer en la hoja de coca: María había sido elegida entre los hombres y las mujeres de las comunidades herederas de la sangre y tradiciones de los incas para ser la sacerdotisa sagrada que puede tener contacto directo con los Apus, para soportar el poder de fuerzas que ningún otro ser humano podría soportar, y para limpiar, sanar y recargar energías con sus cuyas (piedras).
Recorrer ese camino no fue fácil. Antes de poder soportar la fuerza de los Apus, María pasó por un proceso en el que diferentes pampamisayoc realizaron hasta doce ceremonias de Karpay (rito de iniciación). Según su tradición, si el rayo te elige como altomisayoc, primero te mata, luego te desarticula y finalmente te resucita, así es que esas ceremonias intentaban integrar sus ‘partes disgregadas’.
María recién pudo soportar la fuerza de los Apus el día que fue a la fiesta del Quyllurit’i, en las faldas del nevado del Ausangate (Cusco).
La magia de los mitos andinos ha sido parte de la vida de María Apaza. En la comunidad de Kiko, donde nació, es común escuchar a los pobladores narrar historias en quechua sobre el día que “Mamá María se fue volando con el cóndor” o la vez que “se la llevó el viento”. En su familia, dicen incluso que hubo ocasiones en las que la altomisayoc desapareció y la encontraron varias semanas después durmiendo bajo un árbol, lo que era interpretado como que ella se había ido a otro plano en tiempo y espacio.
Fuente El Comercio